miércoles, 23 de septiembre de 2009

Escritura clásica y experimental y nacionalismo en la música


El último concierto del año del ciclo “De Bach a Piazzolla” contó, el 19 de noviembre, con la actuación de los solistas Graciela Alías y Edgardo Roffé en piano, y Arón Kemelmajer en violín.
Mozart
Aunque sin el habitual comentario introductorio, no dejaron de evidenciarse los distintos aspectos de interés del programa. En la primera parte fue la Fuga K.401 para piano a cuatro manos, una escritura donde elementos de fuga que por ejemplo trabaja Mozart en la Sinfonía 551, aparecen en estado puro. Siguieron la Sonata K 358, para cuatro manos, y Sonata K.296 para piano y violín.
Los conceptos que Anne-Sophie Mutter expresó, en el ciclo de programas de la Deutsche-welle sobre las sonatas de Mozart, que grabó con Lambert Orski, pueden aplicarse en esta oportunidad: dijo la violinista alemana que Mozart trató al violín en paridad con el piano, un instrumento que estaba desarrollándose, ante otro que si bien había alcanzado su desarrollo, no había sido del todo explorado. También expresó que la música de Mozart sale del silencio y regresa a él, es decir, que brota, surge, no aparece nunca con brusquedad. La escritura –agregó- es una posibilidad que el intérprete recrea como si la improvisara y en esa búsqueda, descubre posibilidades nuevas, pero debe tener un dominio sobre la obra, y un modo de plasmarla. Vimos, en interpretes con mucha experiencia en el lenguaje camarístico mozartiano, que ello es cierto, que se trata, del sincretismo entre escritura clásica y experimental que son las sonatas de Mozart, con su indefinición entre la calidez y el distanciamiento, y ese carácter de cosa inesperada, en la cual no se sabe cuál será y cómo la siguiente frase, por ejemplo en los adagios donde el sonido parece esfumarse y volver con soltura y gracilidad, con una imaginación infinita.
Ello también es así en el lenguaje del piano a cuatro manos, donde debe contarse con un entendimiento sutil sobre los aspectos formales y expresivos, y amalgamarlos en un discurso que fluye sin que se noten las diferencias entre uno y otro intérprete.
Granados, De Falla, Moszkowski
Son pocas las oportunidades de escuchar en vivo obras del Grieg español, como llamó Massenet a Enrique Granados (1867-1916), y ello parece definir bastante bien a un músico imaginativo y refinado, que supo captar el aire popular y darle ese encanto sonoro, sutil y vigoroso. Edgardo Roffé eligió la Danza nro,2 (Oriental), dedicada a Julián Martí; y la nro.5 playera andaluza del ciclo de las “Danzas españolas”, escrito entre 1890 y 1900, que amalgaman técnica brillante y ascetismo. Es poesía hecha música. Utilizan distintos tiempos de danzas. La andaluza, dedicada a Alfredo Fariá, es la más ineludible, la que le dio fama y éxito. La interpretación, como a las de Manuel de Falla luego, les confirió nitidez, fuerza y el sentido de improvisación; fue menos homogénea que la famosa de Alicia De Larrocha, y ello es un rasgo positivo, lo que el intérprete agrega para llegar a otra idea de algo tan conocido.
Luego, abordó, junto a Arón Kemelmajer la Suite popular española, de Manuel de Falla (1876-1946), obra de 1914, de la etapa parisina del genial músico en quien se funden, en la formación con su maestro Pedrell, la gran tradición musical española con, en esta etapa, el impresionismo y la modernidad, la influencia de Wagner, Brahms y Brückner, en quienes lo introdujo el propio Pedrell. Más tarde tuvo una etapa neoclácisa (con obras como el “Concierto para clave”, o “El Retablo de Maese Pedro”) donde directamente fue al rescate de la tradición musical española.
En la suite toma ritmos folclóricos, en un violín virtuosístico, forzado a registros extremos y ritmos variables, en pizzicatos, que recuerdan a los aires gitanos de Sarasate, en una obra al parecer igual de exigente, en su permanente cambio, pero que, a diferencia de otras, como Tzigane, de Ravel, no se agota en este puro virtuosismo.
De esta época es también la primera versión de “El amor brujo” (1915), y “El sombrero de tres picos” (1918). Edgardo Roffé abordó la Danza del molinero de “El sombrero de tres picos” y la Danza ritual del fuego, de “El amor brujo”. El lenguaje de esta época, inspirado aún en las fuentes andaluzas, es riquísimo: un piano destacado y neto, percusivo, de sonoridades expuestas, esenciales. Como decía Falla “Me parece necesario volver a las fuentes naturales y vivas, sonoridad y ritmo utilizadas en su esencia y no en su apariencia”.
Edgardo Roffé parece haberse inspirado en esta idea, porque le dio un fraseo muy acentuado, y obtuvo una dulzura seca y cautivante, y decisión en los pasajes rápidos, llenos de fuerza. Fue una interpretación que dio énfasis, vigor y contraste.
Otro acierto fue abordar las Danzas españolas de Moritz Moszkowski (1854-1925), un gran músico polaco que se trasladó a París, donde, tras vender derechos de sus obras por una suma fija, murió en la pobreza, y que fue famoso en parte por su exploración de la música española. Las danzas del opus 12, para piano a cuatro manos, que abordaron Graciela Alías y Edgardo Roffé, constituyen una obra de bravura, de gran riqueza melódica, heredera del romanticismo musical por una parte, y de la riqueza folclórica por otra.
Como bis, se interpretó la Danza húngara nro. 5 de Brahms, en la versión original para dos pianos.
Fue un recorrido por un período amplio y contrastante, que va desde la década de 1770 a las dos primeras del siglo XX, con requerimientos diferentes, en sí mismos un desafío, y deparó, particularmente, la oportunidad de acceder a esta estética nacional tan rica, inspiradora, y poco frecuente.

Eduardo Balestena

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