domingo, 27 de septiembre de 2009


Las tres B Cursiva
El segundo concierto, el 20 de septiembre, del ciclo de Bach a Piazzolla contó con las actuaciones de Graciela Alías en piano y Arón Kemelmajer en violín, con sonatas de Bach, Beethoven y Brahms.
El programa se inició con la Sonata nro. 1, D. 1014, en si menor, para clave y violín de Johann Sebastián Bach (1685-1750). Como forma instrumental, la sonata se había afianzado desde mediados del siglo XVII. Sorprende la concepción de esta obra: el piano no es un mero acompañante del violín. Ambos forman un tejido, casi siempre contrapuntístico, pero podrían sonar autónomamente. El piano recuerda a preludios y fugas, y el violín, a las partitas para ese instrumento. Todo en ella parece esencial, todo vale por sí mismo, pero al unirse cada elemento se enriquece. Precisión. Imaginación creadora. Innovación y dificultad técnica son sus características.
La Sonata nro.5, Primavera, opus 24, en fa menor, de Ludwig van Beethoven (1770-1827) marca un punto en el desarrollo de la forma: el violín deja todo papel subordinado y explora, como en la enunciación del tema arpegiado del primer movimiento, sonoridades que sólo su timbre puede dar. La sonata fue pasando del carácter polifónico al homófono, con una voz emergente, acompañada por un bajo, o un instrumento de teclado. Mucho camino transcurrió hasta la sonata Primavera –cuyo título no se debe a Beethoven. Compuesta hacia 1802, es una obra ya madura, y no enteramente ceñida a la forma clásica: pide mucho de los matices, la expresividad y las dinámicas, ya que la intensidad exigida a los dos instrumentos varía casi permanentemente. Ello se puede apreciar al escucharla en vivo, en una versión que abordó los tiempos de manera viva e intensa –más que por ejemplo la versión de Ingrid Haebler y Henryk Szering- sin retrasar nada, sin eludir las dificultades de ese enfoque y sin perder la gracia fluida de la obra. Se percibe ya en la línea melódica del piano, que parece respirar, y el violín toma esas inflexiones cuando el piano pasa a un segundo plano y lo acompaña. Es muy cantabile en el violín, y le pide sutilezas a la vez que pasajes de bravura. El tempo le adjudica esa especial expresividad. Su carácter varía en la concepción de cada movimiento.
Sonata nro.3 opus 108 en re menor, de Johannes Brahms (1833-1897)
También en esta obra se optó por un enfoque más vivo en el arranque del primer movimiento, lo que le dio una impronta diferente, algo más enérgica. En la versión de Anne Sophie Mutter y Alexis Weissenberg, por ejemplo, el arranque es más pausado y el efecto surge de la sola línea melódica. En esta oportunidad el arranque fue más en unidad con el resto del movimiento. Sorprende la escritura de Brahms para el violín: líneas melódicas que parecen ir engendrando sus motivos, casi sin solución de continuidad, y sin nada efectista. El violín semeja improvisar y descubrir en todo momento y no deja ver lo complejo de la estructura de la obra, ya que hace que sólo nos detengamos en la belleza sonora. En cambio, en el abordaje del segundo movimiento se optó por la dulzura de la melodía. Esta idea sorprende en un Brahms donde la música es por sí misma y no por los sentimientos que suscita. Los requerimientos del breve tercer movimiento y del último son muy diferentes: se va progresivamente hacia un rico tejido donde la intensidad, el elemento rítmico y las sonoridades, van dando relieve a una obra honda y compleja. Brahms depara quizás un mayor protagonismo al violín que Beethoven, quien nunca subordina al piano. El Presto agitato final es de enorme riqueza musical y, a la manera beethoveniana, parece construido en solo dos motivos que se alternan con una gran riqueza.
Graciela Alías y Arón Kemelmajer abordaron obras de distintas estéticas. Cada una es de algún modo el pináculo de tres períodos, y cada una tiene exigencias muy diferentes, y cada una de ellas exige ubicarse en su estética para poder decir todo lo que tienen que decir, que por suerte siempre será mucho.
Brahms, Sonata nro 3 en re menor, Pinchas Zukerman, violín, y Marc Neikrug, piano

Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

sábado, 26 de septiembre de 2009


Dos mundos sonoros
El Cuarteto de cuerdas de la Universidad (sobre el cual, de manera imperdonable, no nos hemos ocupado hasta ahora) lleva treinta y un años de formación, y actualmente se compone con Pablo Albornoz (primer violín), Iris Ruzicky (segundo violín), Guillermo Becerra (viola) y Eduardo Falchi, miembro del grupo desde su formación (cello).
Inicialmente constituido por la iniciativa de Mario Morelli, entonces concertino de la Orquesta Sinfónica, lleva más de novecientas presentaciones en su haber.
Actúa habitualmente (en forma gratuita) en Los Gallegos Shopping, y el 22 de noviembre, día de la música, tuvo lugar su último concierto del año.
Una pequeña música nocturna (Eine kleine Natchtmusik), K. 525, de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)
Es sugestivo que la escritura de esta obra, originalmente para dos violines, viola, violoncello y contrabajo, date de 1787, el año de Don Giovanni, acaso la creación maestra de Mozart, junto con las últimas sinfonías. Es una vuelta a la música ligera y mundana, y a su gran encanto.
El arreglo para cuarteto de cuerdas no le resta a la obra esa gracia inherente a sí misma, que enuncia ya desde el allegro inicial, que surge con un aire marcial de obertura de ópera bufa.
El versátil Pablo Albornoz, en el rol de primer violín, confirió a la obra su tempo, que estableció también el fraseo, flexible y con relieve, más allá de los inconvenientes en la enunciación de uno de los temas, y del allegro en forma de sonata, final.
Mozart, aun en las obras archiconocidas, presenta siempre el desafío de que (pese a que el encanto sonoro hace que lo demás sea relegado a un segundo plano) incluso en obras sin profundidad, todo sea visible todo el tiempo.
Cuestión aparte es la de pensarlas en su lenguaje original, e interpretarlas con técnicas diferentes a las modernas, lo cual en modo alguno hace que no podamos disfrutar de éstas últimas.
Cuarteto nro.1, opus 11, en re mayor, de Piotr Illich Tchaicovsky
La edición del cuarteto Amadeus del opus 11 de Tchaicovsky (Deutsche grammophon, 1980), cuenta que Nikolay Rubinstein sugirió al compositor (de 30 años entonces y cuya fama aumentaba) a comienzos de 1871 ofrecer un concierto dedicado íntegramente a sus obras. Al sentirse incapaz de afrontar un programa sinfónico, escribió para la ocasión este cuarteto, obra rica y madura, que responde a la esencia de la estética del compositor ruso: el lirismo como fuerza en sí, capaz de generar su propia forma, y el hecho de que la construcción formal puede ser percibida, pese al lirismo al cual sustenta. Si algo se le reprochó al compositor de esta etapa del nacionalismo romántico, fue su falta de formas. Aquí la intensidad brota y fluye de sólo cuatro instrumentos. En esto responde a la tradición del cuarteto, como forma íntima y a la vez experimental (como los de Mozart, Beethoven y Bartók). Pero en Tchaicovsky, esta intensidad está al servicio de la riqueza melódica, quizás más allá de cualquier propósito experimental.
No hay nada superfluo en él, y el andante cantabile del segundo movimiento, debe ser uno de los momentos más hermosos de su música, con el tema del primer violín, desarrollado hasta la introducción del segundo, en un episodio iniciado por el segundo violín. En el final, vuelven los dos temas a ser expuestos por el primer violín, en un registro más grave (otra de las cosas que se le reprochó, fueron los temas fáciles y pegadizos).
Muchas son las ideas, tantas como las invenciones melódicas: el tiempo danzante del tercer movimiento (scherzo), o el tema con variaciones del último (finale, allegro giusto), en el cual el primer violín deja el cantabile para pasar a dar al cello una base rítmica para variar el tema; en otra variación, lo hace con la viola y el cello.
Trabaja las intensidades, los pasajes rápidos, el contrapunto: nada parece quedar fuera de estos recursos, que van siendo desplegados y utilizados incesantemente.
Se trata de una obra de enorme dificultad interpretativa, que el cuarteto de la Universidad tocó por primera vez.
Hay obras menos transitadas, a las que resulta difícil acceder incluso en la discografía. Es, además de una injusticia, un cuestión a valorar, la de poder apreciarlas en vivo.
Los miembros del cuarteto, músicos de la Orquesta Sinfónica, saben explorar el ámbito camarístico, que debe conferirnos esa sensación de que la música va abriendo e iluminando algo, que ese repertorio debe ofrecernos la sensación de inagotable inventiva que en este caso tiene el cuarteto opus 11.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

viernes, 25 de septiembre de 2009


Refinamiento y anticipación
El 8 de diciembre se presentó en el Oratorio del Instituto Unzué la Camerata Vocal Juventus, dirigida por el maestro Horacio Lanci, con la participación de Horacio Soria en órgano, y las actuaciones solistas de Laura Pirrucio, contralto, y Victoria Roldán, soprano.
Messe Bréve, de Léo Delibes
Pola Suárez Urtubey sitúa a Léo Delibes (1836-1891) –Historia de la Música, pág.303- en su capítulo sobre el esplendor de la ópera francesa romántica, y menciona sus ballets Coppelia y Sylvia, y sus óperas Le Roi l ´a dite y Lakmé, pero no a esta obra de quien ha dejado su impronta en compositores como Saint Saëns y Debussy, y ha asumido a la misa como la posibilidad de obtener un lenguaje refinado, intimista, con líneas melódicas sencillas, hechas en el despojamiento y a la vez en la utilización de la mayor dulzura y expresividad en el canto. Un ejemplo es el Hostias (que sirvió como bis al final del concierto, ubicados, solistas y coreutas, en los laterales del oratorio), que comienza con un bellísimo solo de contralto, y prosigue con el de soprano, y la intervención del coro. Tal inspiración, clara y despojada, parece lejana a los postulados de la ópera francesa finisecular.
El programa prosiguió con “Canción de cuna de la Virgen María” –para soprano-, de Max Reger (1873-1916), músico y compositor de vida azarosa, que produjo una extensa obra, de la cual son mayormente conocidas las variaciones, sobre un tema de Bach y uno de Mozart, y “O Lord, wNegritahose mercies”, para contralto, de Haendel (1685-1759).
Stabat Mater, de Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736)
El poema de Iacopone Da Todi (1230-1306), traducido al español por Lope de Vega, ha inspirado una larga serie de Stabat Mater musicales. En la obra señalada, Pola Suárez Urtubey divide al barroco –que duró alrededor de un siglo y medio- en tres etapas, la primera, entre 1580 y 1630 (Gesualdo, Monteverdi, entre otros), de rechazo a la estética renacentista; el barroco medio, 1630 a 1680 (Lully, Purcel), y el alto barroco (1680 a 1730 o a 1750 en Alemania (Corelli, Vivaldi, Couperin, Bach). Esta cronología ubicaría a Pergolesi, en este último sub período. No obstante, ya el maestro Lanci había dedicado uno de sus programas de “Un viaje al interior de la música”, para explorar el carácter anticipatorio, preclásico, de un creador que, de haber vivido hasta su madurez (murió a los 26 años, víctima de tuberculosis), hubiese influido de otro modo en la historia de la música.
Este carácter lo lleva a explorar, por un lado, los recursos de la estética barroca, como el madrigalismo, es decir, el descenso por semitonos, por ejemplo, en la voz de la soprano solista, para denotar angustia (nro.6, “Quis est homo”, Aria de soprano) y por otra, a explorar la línea de belleza, simplicidad y sensualidad del canto, independientemente del sentido de las frases (por ejemplo en el nro. 4 “O quam triste et afflicta”, aria de contralto). Apenas estrenada, la obra concitó la aceptación más grande y a la vez, enormes críticas y revisiones y arreglos para distintas voces.
En el comienzo, violines primeros, segundos y violas entran en secciones, en una relación de disonancia, procedimiento que es repetido en las voces, en una experimentación armónica. Señala Lanci, que a diferencia de la estética barroca, la escritura del Stabat mater es a dos o tres voces, con textura homófona, por ejemplo, en el nro. 10 (“Sancta Mater, istud agas”) comienza con un unísono que abarca a la orquesta en los primeros compases, para abrirse en dos voces, con secciones, en las frases, de preguntas y respuestas, que corresponde a la estética preclásica.
Pensemos que en el período de composición de esta obra, Bach aún no había escrito el segundo libro de estudios del clave bien temperado. Pergolesi se vale de recursos barrocos, pero no los explora, y explora otros, aún inexistentes en el lenguaje musical, que se consolidarán luego.
Esta formulación exige de las voces el carácter doble de la expresividad sobria y contenida de una obra religiosa, con las exigencias de una bellísima línea sonora, cuyo lucimiento confiere su carácter a una creación que tanto se apoya en los roles solistas, como en el propio coro. Cuando éste no es numeroso, el requerimiento parece todavía mayor.
En este sentido, la Camerata Juventus mostró una homogeneidad absoluta –en toda la línea, con frecuentes y sutiles crescendos-, y las voces solistas de Victoria Roldán y Laura Pirruccio (en una cuerda tan conmovedora y poco frecuente como la de contralto) se movieron en todo momento con el equilibrio que requieren estas tesituras: no es un canto subjetivo, de emociones, pero sí debe ser delicado y conmovedor, plasmado en la renuncia a todo efecto.
El maestro Osvaldo Soria es un tecladista sumamente experimentado, y ha actuado muchas veces con distintos ensambles, siempre con la misma solidez musical. Pero la obra, que admite una variada cantidad de abordajes, pierde sin las cuerdas, máxime en las versiones historicistas por las que puede accederse a ella (como las de George Guest a cargo del Choir of. St. Johns College de Cambridge, y Vincent Dumestre con Le Poème Harmonique).
La actuación del Ensamble Vocal Juventus fue la de un conjunto capaz de abordar con dominio técnico, refinamiento y expresividad, creaciones tan importantes y bellas, dirigidas por un músico como Horacio Lanci, a su vez, historiador, capaz de abrirnos a la profundidad y sensaciones que deparan obras tan valiosas.







Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

jueves, 24 de septiembre de 2009


Sonatas de Mozart: de la transición a la madurez
El ciclo de Bach a Piazzolla se reanudó este año con un primer concierto, el 16 de julio en el Teatro Colón, dedicado a sonatas para piano y violín de Mozart, que interpretaron Graciela Alías y ANegritarón Kemelmajer.
Un prisma
Una de las particularidades del ciclo son los comentarios introductorios a cada obra. Ello permite guiar la escucha, valorar más los trabajos e insertarlos en un cosmos compositivo del cual forman parte.
De este modo, al igual que sucede con Beethoven, vemos que el Mozart más transitado es, en su enormidad y hondura, sólo un Mozart posible, porque hay otro, el de las obras camarísticas experimentales, o escritas para determinada ocasión, que muestran un pensamiento distinto, menos conocido pero no menos cautivante ni digno de conocer. En ese lenguaje se imbrica un elemento de pura inspiración melódica con el trabajo en lo formal. El resultado es una música en la cual es imposible separar el refinamiento, la sutileza de comunicación entre un instrumento y otro, la exigencia expresiva, ya en el virtuosismo, ya en la dulzura, y la etapa vivida por el compositor. No importa si fueron concebidas para el salón o la sala de conciertos, sus sonatas tienen, en más o en menos, esos elementos y es un Mozart diferente el que hay en cada una de ellas.
Sonatas K 303, 304 y 305
Las tres sonatas (en do mayor, mi menor y la mayor), constan de dos movimientos. Dos de ellas están compuestas en París y la otra en Mannheim. Una de las sonatas parisinas coincide con la muerte de su madre en 1778, el año en que fueron compuestas, que también es un año de inflexión en la evolución de Mozart; ésta, la K 304 tiene un bellísimo movimiento lento, de enorme musicalidad y dulzura. La K..305, por el contrario, es expansiva, en lugar de reflexiva, y su segundo movimiento –una serie de seis variaciones- permite alternar en el violín y el piano los desarrollos.
Sonata K.454, en si bemol
Se trata de una obra de madurez (1786) pensada no para los salones sino para al sala de conciertos. Fue escrita en un solo día para una violinista virtuosa. Las partes de piano fueron interpretadas de memoria por Mozart, quien no tuvo tiempo de anotarlas, y que la acompañó en el instrumento. El diálogo es muy cerrado entre el violín y el piano, e implica un grado de complejidad muy grande en una obra rápida, pero a la vez expresiva y de una concepción sumamente refinada. No hay espacio donde una imprecisión pueda pasar inadvertida. También, de existir falta de expresividad en los pasajes lentos, ésta se dejaría percibir como una mácula en una superficie vidriada.
Paul Henry Lang señala, en su Historia de la Música Occidental, aspectos del lenguaje mozartiano, que podemos percibir en estas obras, cada una con su aporte: las construcciones propias de la sonata, danzas palaciegas, movimientos contrapuntísticos, variaciones, un virtuosismo nunca vacío y una síntesis entre polifonía y homofonía. Un elemento conocido muda en algo nuevo y “ninguna norma de la música de cámara guía esta imaginación, así como no pueden deducirse normas de ella; perdurará como propiedad inalienable de su creador.”
No es fácil plantear a Mozart desde un lugar nuevo. Es necesario para ello contar con obras de las cuales poder extraer algo diferente y que exigen ser abordadas con sensibilidad, madurez y un claro sentido de lo que significan. Graciela Alías y Arón Kemelmajer probaron, una vez más, lo que significan una técnica puesta al servicio de la sensibilidad y el detenimiento hacia las obras.
El ciclo proseguirá el 13 de agosto, con el trio “Sine Nomine”, el 17 de septiembre, con el pianista Hugo Schuller, el 22 de octubre, con el Cuarteto de cuerdas de la Universidad de La Plata, y el 19 de noviembre, con intérprete a confirmar.




Eduardo Balestena

La poesía como estética musical


El 28 de julio tuvo lugar el primer concierto del ciclo De Bach a Piazzolla, en el Teatro Colón. Se presentaron GNegritaraciela Alías, en piano, ANegritaron Kemelmajer, en violín, JNegritaorge Revello, en cello, NegritaBaldomero Sánchez, en viola, y SebasNegritatián Sartal en contrabajo, en un programa íntegramente dedicado a FNegritaranz Schubert (1797-1828).
SonaNegritatina D.384, opus 137, nro.1, en re 1 para violín y piano
En el detallado comentario que precede a cada obra del ciclo, la estética schubertiana fue planteada desde su puro lirismo: no es posible entender a Schubert sin pensarlo como alguien conciente de la forma, y a la vez, capaz de manejarla desde su lirismo. Quizás el maravilloso ciclo de lieder La bella Molinera, sea uno de los ejemplos. El compositor parece obedecer a algo que, libremente, fluye a través de él, sin detenerse ni repetirse. Como Mozart, no hace, correcciones. La música simplemente surge.
Esta sonata, correspondiente a su etapa temprana, es una búsqueda, a partir de la estética clásica, y de la influencia mozartiana, de una voz propia. El violín enuncia el primer tema, que sirve para un rico desarrollo, a partir de la intervención del piano. El elemento inicial es muy enriquecido. Si bien la exploración del tema es menor que en la etapa ulterior, ya está presente esa creación de climas melancólicos a partir de sencillos elementos. El desafío consiste en mostrar, a partir de un lenguaje aún clásico, ese cantabile típicamente schubertiano, tan presente, por ejemplo, en el segundo movimiento.
Quinteto en la, D. 667, opus post. 114, La trucha
Como en el quinteto para piano y cuardas de Brahms, parece difícil de entender la parte azarosa de la génesis de una gran obra, donde el agregado, a una preexistente, de un movimiento, con el tema del lied La trucha (D.550), de por resultado un quinteto con la unidad del opus 114. No es un ensamble común (por primera vez se usa el contrabajo) y hay un sentido fluyente del rico material temático, que va siendo tejido a lo largo de los desarrollos, y que alterna el lied con el tiempo danzante. Sin abandonar la claridad clásica, hay otra búsqueda.
Todo ello impone una sensibilidad al ser interpretado. Hay mucho más que el mero ajuste. La obra, cuya belleza melódica impide ver lo intrincada que en realidad es, sólo puede ser sostenida manteniendo esa musicalidad que es su esencia. El discurso es un cauce que mana de la luz, y que fluye como el agua de un arroyo. Es curioso que el arroyo sea un personaje central en La bella molinera. Al piano siempre le son reservados pasajes de toque limpio, veloz y destacado, el color lo aportan las cuerdas.
Luz, fluencia, exploración, imaginación.
El Allegro, en la forma sonata, se inicia con un pasaje introductorio más lento, donde el violín expone el primer tema. Luego de ese primer minuto, sobreviene el propio desarrollo, más rápido, enriquecido con las voces de las otras cuerdas, hasta un pasaje del piano. Luego de la reexposición, en un breve puente, a partir de un elemento del primer tema, llega el segundo, hay en este lugar un bello e intrincado pasaje del piano, con un desarrollo en tres secciones, para recapitular sobre el primer tema de esta idea recurrente, tan propia de Schubert.
El Andante discurre, en sus tres sujetos liderísticos, de la dulzura a la melancolía, en la voz de la viola y el cello, otro elemento del genio schubertiano, y su espontaneidad en el cambio de un clima sonoro que nunca se hace sombrío.
En el Scherzo, marcado por un motivo rítmico, hay presentes elementos del folklore austriaco. En su riqueza, los tres primeros movimientos parecen preanunciar el Andantino-allegreto, el tema del lied la trucha, mucho más enriquecido, con las variaciones. El violín lo presenta, en la tonalidad de re mayor (distinto del la mayor del resto de la obra). El piano lo repite, y las cuerdas lo enriquecen armónicamente; luego lo hacen la viola y el cello mientras el violín va haciendo figuraciones. Lo sucede uno de los momentos más virtuosos, en la primera variación del piano, un pasaje rápido y difícil, donde estas figuraciones a cargo del piano, son acompañadas por las cuerdas, que entonan el tema. Luego de un desarrollo, llega la variación a cargo de la viola, y del cello. El tema vuelve, más rápido y menos ligado, en lo que parece un cambio rítmico, al final.
El finale contiene bellísimo y sobrio ritmo danzante húngaro, que se repite tres veces y da lugar a un desarrollo que no se apoya sobre ese elemento rítmico, sino que parece variarlo.
Tanto Graciela Alías, como Aron Kemelmajer, Baldomero Sánchez y Jorge Revello, han intervenido como solistas en la orquesta. Una exigencia tan diferente, como la del lenguaje camarístico del temprano romanticismo, hecho de formas, y a la vez de subjetividad, implica el permanente diálogo entre líneas y colores, cuya ausencia no podría ser suplida por lo puramente formal, y ello se hace extensivo a la línea de los graves, a cargo de Sebastián Sartal, contrabajista de la sinfónica.
No es la primera vez que abordan esta obra, tan peculiar, capaz, por sí misma, de definir un mundo, hecho de riqueza melódica, solidez constructiva, diafanidad, y la inagotable veta lírica de un Schubert de veintidós años, absolutamente maduro, y dueño de una estética propia.




Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Escritura clásica y experimental y nacionalismo en la música


El último concierto del año del ciclo “De Bach a Piazzolla” contó, el 19 de noviembre, con la actuación de los solistas Graciela Alías y Edgardo Roffé en piano, y Arón Kemelmajer en violín.
Mozart
Aunque sin el habitual comentario introductorio, no dejaron de evidenciarse los distintos aspectos de interés del programa. En la primera parte fue la Fuga K.401 para piano a cuatro manos, una escritura donde elementos de fuga que por ejemplo trabaja Mozart en la Sinfonía 551, aparecen en estado puro. Siguieron la Sonata K 358, para cuatro manos, y Sonata K.296 para piano y violín.
Los conceptos que Anne-Sophie Mutter expresó, en el ciclo de programas de la Deutsche-welle sobre las sonatas de Mozart, que grabó con Lambert Orski, pueden aplicarse en esta oportunidad: dijo la violinista alemana que Mozart trató al violín en paridad con el piano, un instrumento que estaba desarrollándose, ante otro que si bien había alcanzado su desarrollo, no había sido del todo explorado. También expresó que la música de Mozart sale del silencio y regresa a él, es decir, que brota, surge, no aparece nunca con brusquedad. La escritura –agregó- es una posibilidad que el intérprete recrea como si la improvisara y en esa búsqueda, descubre posibilidades nuevas, pero debe tener un dominio sobre la obra, y un modo de plasmarla. Vimos, en interpretes con mucha experiencia en el lenguaje camarístico mozartiano, que ello es cierto, que se trata, del sincretismo entre escritura clásica y experimental que son las sonatas de Mozart, con su indefinición entre la calidez y el distanciamiento, y ese carácter de cosa inesperada, en la cual no se sabe cuál será y cómo la siguiente frase, por ejemplo en los adagios donde el sonido parece esfumarse y volver con soltura y gracilidad, con una imaginación infinita.
Ello también es así en el lenguaje del piano a cuatro manos, donde debe contarse con un entendimiento sutil sobre los aspectos formales y expresivos, y amalgamarlos en un discurso que fluye sin que se noten las diferencias entre uno y otro intérprete.
Granados, De Falla, Moszkowski
Son pocas las oportunidades de escuchar en vivo obras del Grieg español, como llamó Massenet a Enrique Granados (1867-1916), y ello parece definir bastante bien a un músico imaginativo y refinado, que supo captar el aire popular y darle ese encanto sonoro, sutil y vigoroso. Edgardo Roffé eligió la Danza nro,2 (Oriental), dedicada a Julián Martí; y la nro.5 playera andaluza del ciclo de las “Danzas españolas”, escrito entre 1890 y 1900, que amalgaman técnica brillante y ascetismo. Es poesía hecha música. Utilizan distintos tiempos de danzas. La andaluza, dedicada a Alfredo Fariá, es la más ineludible, la que le dio fama y éxito. La interpretación, como a las de Manuel de Falla luego, les confirió nitidez, fuerza y el sentido de improvisación; fue menos homogénea que la famosa de Alicia De Larrocha, y ello es un rasgo positivo, lo que el intérprete agrega para llegar a otra idea de algo tan conocido.
Luego, abordó, junto a Arón Kemelmajer la Suite popular española, de Manuel de Falla (1876-1946), obra de 1914, de la etapa parisina del genial músico en quien se funden, en la formación con su maestro Pedrell, la gran tradición musical española con, en esta etapa, el impresionismo y la modernidad, la influencia de Wagner, Brahms y Brückner, en quienes lo introdujo el propio Pedrell. Más tarde tuvo una etapa neoclácisa (con obras como el “Concierto para clave”, o “El Retablo de Maese Pedro”) donde directamente fue al rescate de la tradición musical española.
En la suite toma ritmos folclóricos, en un violín virtuosístico, forzado a registros extremos y ritmos variables, en pizzicatos, que recuerdan a los aires gitanos de Sarasate, en una obra al parecer igual de exigente, en su permanente cambio, pero que, a diferencia de otras, como Tzigane, de Ravel, no se agota en este puro virtuosismo.
De esta época es también la primera versión de “El amor brujo” (1915), y “El sombrero de tres picos” (1918). Edgardo Roffé abordó la Danza del molinero de “El sombrero de tres picos” y la Danza ritual del fuego, de “El amor brujo”. El lenguaje de esta época, inspirado aún en las fuentes andaluzas, es riquísimo: un piano destacado y neto, percusivo, de sonoridades expuestas, esenciales. Como decía Falla “Me parece necesario volver a las fuentes naturales y vivas, sonoridad y ritmo utilizadas en su esencia y no en su apariencia”.
Edgardo Roffé parece haberse inspirado en esta idea, porque le dio un fraseo muy acentuado, y obtuvo una dulzura seca y cautivante, y decisión en los pasajes rápidos, llenos de fuerza. Fue una interpretación que dio énfasis, vigor y contraste.
Otro acierto fue abordar las Danzas españolas de Moritz Moszkowski (1854-1925), un gran músico polaco que se trasladó a París, donde, tras vender derechos de sus obras por una suma fija, murió en la pobreza, y que fue famoso en parte por su exploración de la música española. Las danzas del opus 12, para piano a cuatro manos, que abordaron Graciela Alías y Edgardo Roffé, constituyen una obra de bravura, de gran riqueza melódica, heredera del romanticismo musical por una parte, y de la riqueza folclórica por otra.
Como bis, se interpretó la Danza húngara nro. 5 de Brahms, en la versión original para dos pianos.
Fue un recorrido por un período amplio y contrastante, que va desde la década de 1770 a las dos primeras del siglo XX, con requerimientos diferentes, en sí mismos un desafío, y deparó, particularmente, la oportunidad de acceder a esta estética nacional tan rica, inspiradora, y poco frecuente.

Eduardo Balestena

Clacisismo y estilos nacionales de danza instrumental




El ciclo de conciertos “De Bach a Piazzolla” 2007, comenzó en el Teatro Colón, con la presentación de Graciela Alías, en piano, y Aron Kemelmajer, en violín, el 5 de agosto.
Una de sus características son los comentarios introductorios, que guían la escucha y permiten una mejor apreciación de las obras, y de la propuesta musical que plantea el concierto. Otra, la de introducir creaciones, compositores y estéticas, poco transitadas, pero con gran interés musical. Fue el caso de Moszkowski, que cerró el ciclo de verano.
Sonatas de Mozart y Beethoven
Las sonatas abordadas –en si bemol, K. 454 de Mozart, y opus 12, en la menor de Beethoven- tienen en común que sus autores –tal como señaló el comentario- las escribieron a los 28 años, y que resultan exponentes del clacisismo. La de Mozart fue escrita en un día, para una virtuosa del instrumento, y en el estreno el autor interpretó de memoria –porque no había tenido tiempo para escribirla- la parte del piano. También tienen en común que el violín, ya no sirve simplemente de acompañamiento a aquel instrumento, sino que existe una amalgama completa y permanente. La concepción del lenguaje, en cambio, es muy distinta.
En el sonido mozartiano, el violín es intimista y el piano claro, medido y preciso. En el beethoveniano, hay una mayor audacia armónica en el piano, particularmente en el primer movimiento, con mayor énfasis en los aspectos dinámicos.
Ambas demandan el cuidado en el balance, el volumen sonoro, y el diálogo entre los instrumentos, que plantea una exigencia de claridad y sentido expresivo, de minuciosidad en los timbres, justos, contenidos, y la de hacer perceptibles sus diferencias, en versiones que mostraron claramente estos aspectos.
En torno a la Danza
En la segunda parte hubo una referencia introductoria a la danza, como una de las expresiones de sentimientos más antigua, y su derivación, la danza instrumental, es decir, el uso del material sonoro en una forma independiente a la expresión por medio del cuerpo.
De este modo, se tomaron tres estéticas nacionales completamente distintas, ejemplos de danzas instrumentales, o formas musicales derivadas de ellas, comenzando por Tres danzas israelíes, opus 192 de Marc Lavry : “Sher”, “Casamiento Yemenita” y “Hora”. Marc Lavry (1903-1967) ha dejado numerosas obras, muchas de ellas de carácter religioso. En este caso, se trata de trabajos breves, de mucha riqueza expresiva, y vivamente rítmicos, en una estética que recuerda el sonido de la obertura sobre temas hebreos de Prokoviev, y las danzas de Katchaturian, pues, pese a las diferencias, tienen la misma espirituosa vivacidad.
Lo más rico musicalmente, de esta segunda parte, fueron las Seis danzas rumanas, de Bela Bartók (1881-1945), cultor, junto con Zoltán Kodàly, del nacionalismo cientificista, quien recopiló unas siete mil melodías magiares, en un método que extendió al estudio de las rumanas, rutenas, eslovacas, búlgaras, y turcas, que conforman elementos de un sistema de composición muy complejo, que va desde el enorme refinamiento y variedad tímbrica de su música sinfónica –como la Música para cuerdas, percusión y celesta-, a los modos antiguos –Contrastes para violín, clarinete y piano- o a la apariencia de rusticidad, como la de estas danzas, de una enorme, simple, y atrapante belleza.
La versión de Zoltán Kocsis, para piano solo, les confiere el equilibrio justo. En esta oportunidad, tuvimos una primera danza en un tempo más lento, que reparó más en la acentuación que en la línea de una sencilla y cautivante melodía. Las restantes, permitieron apreciar el grado de dificultad en el violín. Si bien, en lo personal, la obra resulta insuperable en la versión de piano solo, en la de piano y violín es posible apreciar el carácter popular, a la vez virtuoso de la voz concedida a este instrumento, y la dificultad que le está reservada, en la rapidez, y en el registro de los sonidos que se le exigen.
Bela Bartók es uno de los compositores más enormes en la historia de la música, y no resulta nada frecuente poder escuchar en vivo sus obras, máxime en una creación tan bella y representativa.
El programa concluyó con Cuatro tangos, de Astor Piazzolla: “Guardia vieja”, “Tzigane tango”, “Lo que vendrá” y “Escualo”, luego de una referencia al origen de esta forma musical rioplatense, derivada del nombre de un instrumento de percusión con el que se acompañaba una danza.
Resulta siempre interesante el sincretismo entre la forma propia del tango, y las de la llamada “música culta”, y a Piazzolla le cabe el mérito de llevar esa atmósfera sonora tan propia, y reelaborarla en timbres diferentes, ya que el protagonismo dado al violín, le concede una peculiaridad inconfundible. Ya no se trata de danza, es una forma instrumental, mixtura de obra de cámara y obra popular, pero que contiene el espíritu de transgresión propio del género.
Fue una propuesta que implicó el desafío de transitar estilos radicalmente diferentes, con exigencias también muy diferentes, y el mérito de difundir obras tan ricas y desconocidas como las de Marc Lavry, y tan poco escuchadas como las de Bela Bartók.



Eduardo Balestena

Suma y síntesis del barroco tardío


En el segundo de los conciertos del año del ciclo “De Bach a Piazzolla”, el 17 de septiembre en el Teatro Colón, se presentó el pianista Hugo Schuler, quien abordó una versión integral del Volumen I de “El clave bien temperado” de Johan Sebastian Bach.
El temperamento
El sistema de afinación de los modernos instrumentos de teclado –por temperamento igual- es diferente al de los antiguos –por temperamento distinto. En éstos, las alteraciones de sostenidos y bemoles eran diferentes, es decir, un fa sostenido no era igual a un sol bemol. Se estaba así más cerca de la entonación justa, pero cuanto el instrumento modulaba a tonalidades más lejanas, se producía una creciente desafinación, que originaba problemas, tanto en los instrumentos solistas como, con más razón, en los conjuntos instrumentales.
En 1691, el organista y teórico Andreas Werckmeister (1645-1706) descubrió que al dividir la octava en doce semitonos iguales la afinación era imperceptiblemente menos exacta pero más agradable –temperamento igual- y así, un fa sostenido pasó a ser equivalente a un sol bemol. La innovación comenzó a ser aceptada, y los compositores a producir obras en esta tesitura. Mientras Scarlatti asumió un pasaje libre y resuelto de una tonalidad a otra, Bach lo hizo de una manera sistemática, tonalidad a tonalidad, con los Preludios del clave bien temperado, cuyo primer tomo, data de 1722.
El clave bien temperado
De este modo, la formulación de Bach fue la de concebir una serie de preludios, que anteceden a las respectivas fugas, en cada una de las tonalidades, empezando por do mayor y terminando en él. Este famoso primer preludio, música recordadas películas “Bagdad Café”, de Percy Adlon, o “La amante del Teniente francés”, fue interpretado al final como bis.
El modelo de Bach fue la Ariadna Musica (1715) de Johann Caspar Ferdinand Fischer, que también es una colección de preludios y fugas dentro del círculo de las tonalidades.
En la presentación del concierto, Arón Kemelmajer subrayó que el resultado está lejos de la uniformidad, por el contrario, revela una enorme diversidad en el tratamiento de cada preludio y fuga.
Ello es una de las cosas que más impactan de la obra, las otras son su vastedad y la sensación de que a cada paso surge algo sorprendente y sorpresivo, que esa cuidada arquitectura está sin embargo llena de sorpresas.
Profundidad pianística
Hugo Schuler, nacido en 1984, tocó en 2003 el Concierto nro. 5 “El emperador” de Beethoven, en 2004 se presentó con las “Variaciones Goldberg” de Bach, y finalmente, con la versión integral del primer libro de los “Preludios y fugas del Clave bien temperado”. Lo hizo de memoria, lo cual, más allá de que sea el resultado musical lo que importa, no es un dato menor, ya que, por ejemplo, las versiones de Jenó Jandó abarcan dos discos compactos (con una duración conjunta de unos 140 minutos) para cada libro.
No es frecuente encontrar versiones integrales. Generalmente se interpretan distintos preludios y fugas.
No parece común en un pianista el propósito de incursionar en obras de madurez de Bach, que por una u otra razón tienen un significado propio e intransferible en su música. Las exigencias son constantes en la forma, la dificultad, los pasajes de contrapunto de hasta cuatro voces, la rapidez en unas partes y la suavidad extrema en otras; y en conferirle esa diversidad con la que fue escrita.
La empresa de abordarla de nada serviría si no tuviese ese espíritu, a la vez de unidad y de continuos cambios. No es simplemente transitarla sino poder plantear su profundidad, sus matices. Ir más allá de esa textura intrincada y hacerla presente en atributos más propios de una madurez pianística, que de un joven intérprete. Es tan evidente que los preludios y fugas todo lo exigen en cuanto a su mecánica, como que ese dominio no es de por si suficiente si no está dado en una actitud introspectiva y de sensibilidad para con la obra, en cuanto a su dinámica y sus matices.
Tanto en las variaciones Goldberg, de 1741 (particularmente en algunas, como la 14 y la 26), como en los Preludios y fugas, hay algo en común: ese punto en que la escritura distante y acaso fría de Bach, se ilumina con una llama tenue, la de una sensibilidad, la de una sutil y rara calidez que parece marcar un paso más allá del barroco tardío.
En este sentido, el piano hace más visible esta particularidad y enuncia más que la obra en sí misma, las cosas que suscita, y esto es lo que pudimos escuchar por Hugo Schuler, nacido en Quilmas, alumno de Aldo Antognazzi, finalista del concurso Martha Argerich, que ha interpretado el ciclo integral de sonatas de Mozart: no sólo la obra sino lo que el piano tiene para aportarle, la historia que viene a sumarse a ella.
No son trabajos sencillos ni efectistas. Exigen mucho más que la enorme capacidad de tocar muchas notas a lo largo de dos horas. Exigen algo más sutil y menos fácil de obtener: el compromiso y la estética, unidos al trabajo minucioso. Todo eso es una síntesis. Ello a la vez parece evidenciar un propósito, el de ir en pos de aquello evanescente que se encuentra siempre en algo profundo y que el artista debe saber captar y plasmar.



Eduardo Balestena

La distante música


El ciclo de Bach a Piazzolla contó, en el concierto del 16 de agosto en el Teatro Colón, con la actuación de Miriam Fernández en tiorba.
Laúdes y tiorba
Esta guitarrista marplatense obtuvo su título de profesora en el Conservatorio Luís Gianneo, y prosiguió su carrera en Europa (incluidos sus posgrados) y ha desarrollado una extensa trayectoria, primero con música contemporánea, género en el cual obtuvo muy importantes distinciones. A partir de las master classes con Rolf Lislevand comenzó a serle revelado el mundo de los instrumentos antiguos, e inició estudios en el Centro de Música Antigua de Ginebra con Jonathan Rubin, en una primera etapa abordando el laúd renacentista y barroco y luego la tiorba, una especie de laúd con dos clavijeros y catorce cuerdas, que la expanden hacia los registros más graves.
Como plasmó tanto en su presentación en el Teatro Colón, como en su clase del martes 18, cuando algunos tuvimos la oportunidad de una cercanía mayor a este instrumento, a la intérprete, y a la sensibilidad hacia un repertorio y una estética hecha en la espontaneidad y la cercanía, el laúd (luth en francés, raíz de la palabra luthier) experimentó muchos cambios entre el renacimiento y el barroco temprano, período al cual pertenecían en general las obras que abordó: de Bellerofonte Castaldi (1580-1649) Tecchiana-Corrente, Laurina-Corrente; Robert de Visé (Francia, 1658-1725), Suite en re mayor; Francois Couperin (París, 1668-1735), Les Sylvains (Duendes del bosque); Jean Baptiste Lully, Entrada de Apollon, de la ópera-ballet El triunfo del amor; Robert de Visé, suite en la menor; Alessandro Piccinini (1566-1638), Tocata Prima y Chiacona in partite variate y Giovanni Kapsberger (1580-1651?) Tocata arpeggiatta y Gagliarda, Partitta Prima y Partitta seconda.
El mástil sobre el cual suenan las ocho primeras cuerdas de la tiorba lleva trastes de cuerda, anudados con un nudo marinero en la parte posterior, y las seis restantes suenan al aire. Los estándares de afinación del barroco eran por cuartas, salvo la tercera cuerda si/sol (tercera y cuarta en la tiorba, igual que la segunda y tercera de la guitarra moderna). Los bajos al aire son una octava en escala, y tonos y semitonos son ordenados según la tonalidad de cada pieza. La afinación barroca es con el la en 415hz (aproximadamente un semitono mas grave de la afinación actual), y las tiorbas debían adaptarse a la afinación en 415 de los órganos alemanes barrocos.
El bellísimo instrumento, con caja convexa de gajos de nogal, de Miriam Fernández fue construido por el luthier alemán Armin Gropp. Se trata de una tiorba hecha para la actuación solista, diferente al que utiliza para tocar en ensambles (la altura máxima de ésta última es de un metro ochenta). Resulta sumamente sensible a las variaciones climáticas; la perjudican los climas fríos y secos, y al escuchársela sin la amplificación que debió ser utilizada en el Teatro Colón, se siente –además del que producen en la melodía y de las tenues inflexiones del discurso- el sonido de sus cuerdas al ser tocadas. El laúd es un instrumento de por sí frágil, y era sabido que sus partes tenían una determinada vida útil. Introducido a Europa por los árabes, es posible diferenciar al medieval, del renacentista (con cuerdas dobles) y del laúd barroco; esto último coincide con el pasaje de la polifonía al establecimiento de la tonalidad. Antes que en los instrumentos de teclado, que llegaron a él con el primer libro de El clave bien temperado, de Bach, ya los instrumentos de cuerda utilizaban la afinación por temperamento igual.
Las viejas tardes y la distante música
Es una sensación muy diferente la que depara esta música, que requiere no sólo un particular modo de aproximación a las cuerdas, muy flexible y delicado, sino también la sensibilidad para ubicar la cuerda justa, a veces gracias a la vibración de la que acaba de sonar.
También exige un modo de respirar y relacionarse con la melodía, como si el instrumento dijera a través de sus cuerdas el discurso interior que emana de la voz de quien lo toca, voz que sólo es tal a través de esas cuerdas.
Hay técnica, en gran medida, pero más que nada para lograr esta sensibilidad, y para asociar aquellas sensaciones que depara la melodía con las físicas de los dedos. No hay automatismos, no hay un modo estándar de tocar.
Miriam Fernández optó por la tiorba por su afinidad con los sonidos graves, por su registro de contralto, y su instrumento, a la usanza de los antiguos, está hecho en las dimensiones de sus manos.
La música del barroco temprano, anterior a los esquemas armónicos establecidos a partir del clasicismo, suena más libre y fluyente, dando la impresión de que, en su discurrir, va siendo improvisada, como si estuviera buscando un sonido oculto y como si gozara repitiéndolo una vez que encuentra esa inflexión justa.
Un ejemplo es la Tocata arpeggiata, de Giovanni Kapsberger, donde la tablatura marca una melodía simple en redondas: es el intérprete el encargado de encontrar las variaciones, el modo de decir ese núcleo una y otra vez y hacer que sea una y otra vez diferente (recuerda en esto a la Sonerie de Saint Genevieve du Mont de Paris, de Mari Marais). Al ser establecida la línea melódica, hay que elegir una manera de decirla, como si se hablara. Es una música intuitiva, cercana, hecha en la suavidad, con notas que no terminan sino que se desvanecen.
Pocas veces la frase de Robert Kincaid, en Los puentes del condado de Madison: “por las viejas tardes y la distante música” pudo ser más acertada.
Esta música, distante sólo en el tiempo, conjurada por alguien con el talento, interior y exterior, de decirla a partir de una sensibilidad y un dominio técnico que la sirve, es sin embargo muy cercana en sus resonancias.



Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar

martes, 22 de septiembre de 2009