Las tres B
El segundo concierto, el 20 de septiembre, del ciclo de Bach a Piazzolla contó con las actuaciones de Graciela Alías en piano y Arón Kemelmajer en violín, con sonatas de Bach, Beethoven y Brahms.
El programa se inició con la Sonata nro. 1, D. 1014, en si menor, para clave y violín de Johann Sebastián Bach (1685-1750). Como forma instrumental, la sonata se había afianzado desde mediados del siglo XVII. Sorprende la concepción de esta obra: el piano no es un mero acompañante del violín. Ambos forman un tejido, casi siempre contrapuntístico, pero podrían sonar autónomamente. El piano recuerda a preludios y fugas, y el violín, a las partitas para ese instrumento. Todo en ella parece esencial, todo vale por sí mismo, pero al unirse cada elemento se enriquece. Precisión. Imaginación creadora. Innovación y dificultad técnica son sus características.
La Sonata nro.5, Primavera, opus 24, en fa menor, de Ludwig van Beethoven (1770-1827) marca un punto en el desarrollo de la forma: el violín deja todo papel subordinado y explora, como en la enunciación del tema arpegiado del primer movimiento, sonoridades que sólo su timbre puede dar. La sonata fue pasando del carácter polifónico al homófono, con una voz emergente, acompañada por un bajo, o un instrumento de teclado. Mucho camino transcurrió hasta la sonata Primavera –cuyo título no se debe a Beethoven. Compuesta hacia 1802, es una obra ya madura, y no enteramente ceñida a la forma clásica: pide mucho de los matices, la expresividad y las dinámicas, ya que la intensidad exigida a los dos instrumentos varía casi permanentemente. Ello se puede apreciar al escucharla en vivo, en una versión que abordó los tiempos de manera viva e intensa –más que por ejemplo la versión de Ingrid Haebler y Henryk Szering- sin retrasar nada, sin eludir las dificultades de ese enfoque y sin perder la gracia fluida de la obra. Se percibe ya en la línea melódica del piano, que parece respirar, y el violín toma esas inflexiones cuando el piano pasa a un segundo plano y lo acompaña. Es muy cantabile en el violín, y le pide sutilezas a la vez que pasajes de bravura. El tempo le adjudica esa especial expresividad. Su carácter varía en la concepción de cada movimiento.
Sonata nro.3 opus 108 en re menor, de Johannes Brahms (1833-1897)
También en esta obra se optó por un enfoque más vivo en el arranque del primer movimiento, lo que le dio una impronta diferente, algo más enérgica. En la versión de Anne Sophie Mutter y Alexis Weissenberg, por ejemplo, el arranque es más pausado y el efecto surge de la sola línea melódica. En esta oportunidad el arranque fue más en unidad con el resto del movimiento. Sorprende la escritura de Brahms para el violín: líneas melódicas que parecen ir engendrando sus motivos, casi sin solución de continuidad, y sin nada efectista. El violín semeja improvisar y descubrir en todo momento y no deja ver lo complejo de la estructura de la obra, ya que hace que sólo nos detengamos en la belleza sonora. En cambio, en el abordaje del segundo movimiento se optó por la dulzura de la melodía. Esta idea sorprende en un Brahms donde la música es por sí misma y no por los sentimientos que suscita. Los requerimientos del breve tercer movimiento y del último son muy diferentes: se va progresivamente hacia un rico tejido donde la intensidad, el elemento rítmico y las sonoridades, van dando relieve a una obra honda y compleja. Brahms depara quizás un mayor protagonismo al violín que Beethoven, quien nunca subordina al piano. El Presto agitato final es de enorme riqueza musical y, a la manera beethoveniana, parece construido en solo dos motivos que se alternan con una gran riqueza.
Graciela Alías y Arón Kemelmajer abordaron obras de distintas estéticas. Cada una es de algún modo el pináculo de tres períodos, y cada una tiene exigencias muy diferentes, y cada una de ellas exige ubicarse en su estética para poder decir todo lo que tienen que decir, que por suerte siempre será mucho.
El segundo concierto, el 20 de septiembre, del ciclo de Bach a Piazzolla contó con las actuaciones de Graciela Alías en piano y Arón Kemelmajer en violín, con sonatas de Bach, Beethoven y Brahms.
El programa se inició con la Sonata nro. 1, D. 1014, en si menor, para clave y violín de Johann Sebastián Bach (1685-1750). Como forma instrumental, la sonata se había afianzado desde mediados del siglo XVII. Sorprende la concepción de esta obra: el piano no es un mero acompañante del violín. Ambos forman un tejido, casi siempre contrapuntístico, pero podrían sonar autónomamente. El piano recuerda a preludios y fugas, y el violín, a las partitas para ese instrumento. Todo en ella parece esencial, todo vale por sí mismo, pero al unirse cada elemento se enriquece. Precisión. Imaginación creadora. Innovación y dificultad técnica son sus características.
La Sonata nro.5, Primavera, opus 24, en fa menor, de Ludwig van Beethoven (1770-1827) marca un punto en el desarrollo de la forma: el violín deja todo papel subordinado y explora, como en la enunciación del tema arpegiado del primer movimiento, sonoridades que sólo su timbre puede dar. La sonata fue pasando del carácter polifónico al homófono, con una voz emergente, acompañada por un bajo, o un instrumento de teclado. Mucho camino transcurrió hasta la sonata Primavera –cuyo título no se debe a Beethoven. Compuesta hacia 1802, es una obra ya madura, y no enteramente ceñida a la forma clásica: pide mucho de los matices, la expresividad y las dinámicas, ya que la intensidad exigida a los dos instrumentos varía casi permanentemente. Ello se puede apreciar al escucharla en vivo, en una versión que abordó los tiempos de manera viva e intensa –más que por ejemplo la versión de Ingrid Haebler y Henryk Szering- sin retrasar nada, sin eludir las dificultades de ese enfoque y sin perder la gracia fluida de la obra. Se percibe ya en la línea melódica del piano, que parece respirar, y el violín toma esas inflexiones cuando el piano pasa a un segundo plano y lo acompaña. Es muy cantabile en el violín, y le pide sutilezas a la vez que pasajes de bravura. El tempo le adjudica esa especial expresividad. Su carácter varía en la concepción de cada movimiento.
Sonata nro.3 opus 108 en re menor, de Johannes Brahms (1833-1897)
También en esta obra se optó por un enfoque más vivo en el arranque del primer movimiento, lo que le dio una impronta diferente, algo más enérgica. En la versión de Anne Sophie Mutter y Alexis Weissenberg, por ejemplo, el arranque es más pausado y el efecto surge de la sola línea melódica. En esta oportunidad el arranque fue más en unidad con el resto del movimiento. Sorprende la escritura de Brahms para el violín: líneas melódicas que parecen ir engendrando sus motivos, casi sin solución de continuidad, y sin nada efectista. El violín semeja improvisar y descubrir en todo momento y no deja ver lo complejo de la estructura de la obra, ya que hace que sólo nos detengamos en la belleza sonora. En cambio, en el abordaje del segundo movimiento se optó por la dulzura de la melodía. Esta idea sorprende en un Brahms donde la música es por sí misma y no por los sentimientos que suscita. Los requerimientos del breve tercer movimiento y del último son muy diferentes: se va progresivamente hacia un rico tejido donde la intensidad, el elemento rítmico y las sonoridades, van dando relieve a una obra honda y compleja. Brahms depara quizás un mayor protagonismo al violín que Beethoven, quien nunca subordina al piano. El Presto agitato final es de enorme riqueza musical y, a la manera beethoveniana, parece construido en solo dos motivos que se alternan con una gran riqueza.
Graciela Alías y Arón Kemelmajer abordaron obras de distintas estéticas. Cada una es de algún modo el pináculo de tres períodos, y cada una tiene exigencias muy diferentes, y cada una de ellas exige ubicarse en su estética para poder decir todo lo que tienen que decir, que por suerte siempre será mucho.
Brahms, Sonata nro 3 en re menor, Pinchas Zukerman, violín, y Marc Neikrug, piano
Eduardo Balestena
ebalestena@yahoo.com.ar
ebalestena@yahoo.com.ar